El lenguaje, si para algo ha de usarse, es para entendernos. Mediante él expresamos ideas, opiniones y a fin de cuentas casi todo, de la mejor manera que podemos. El problema es que últimamente hay una creciente corriente a favor de liar la manta que a este paso acabará con el entendimiento. Oímos en la radio hablar de magrebíes y personas de "aspecto subsahariano". Desde que todo el mundo es progresista y está muy "concienciado" con los derechos humanos, hay que referirse a los inmigrantes africanos como magrebíes y subsaharianos, cuando antes decíamos moros y negros. Claro que los magrebíes de la noticia iban a ser inmediatamente expulsados y devueltos a su país -a la miseria y el hambre del que huían- y los subsaharianos yacían en un Instituto Anatómico Forense, ahogados en el estrecho de Gibraltar. No nos preocuparía que siguiéramos diciendo moros y negros, siempre que no le diéramos matiz peyorativo -los musulmanes filipinos del Frente Moro de Liberación no hacen ascos del primer término, y un "subsahariano" como Senghor acuñó en política el término "la negritud”-. No nos preocuparía que siguiéramos diciendo moros y negros, si estos fueran bien acogidos en nuestro país y no tuvieran que jugarse la vida en las rutas de la inmigración ilegal para luego ser explotados como mano de obra barata; o mejor, que empezaran a venir menos porque al fin sus países levantan cabeza. Sin embargo, parece que la sensibilidad humanitaria del primer mundo hacia el tercero se limita a inventar un lenguaje políticamente correcto y socialmente hipócrita que nos sirve para aparentar todo lo que hemos progresado y lo bien que va todo. Cambiamos el lenguaje y así nos evitamos tener que cambiar la realidad, que nos costaría mucho más trabajo. Los moros se convierten en magrebíes mientras construimos una barrera electrónica en el estrecho para rechazarlos; los negros se transforman en subsaharianos mientras reformamos la ley de extranjería para restringir los derechos de los que logren atravesar la barrera. Ya casi ni mencionamos a los extranjeros; los ricos suelen ser "ciudadanos comunitarios" y los pobres, "ciudadanos extracomunitarios". El lenguaje es enormemente correcto, pero la mentalidad sigue anclada en la incorrección racista y xenófoba. Los norteamericanos han convertido a sus negros en "afroamericanos", de manera que ya no se puede decir que su sistema judicial tenga una particular preferencia por llenar de negros las cárceles (o los pasillos de la muerte, esos que gustaban tanto a Bush, a quien no temblaba la mano para confirmar sentencias de muerte de negros, hispanos o deficientes mentales). Curiosamente, los blancos no se han recalificado a sí mismo como "euroamericanos" o "britanoamericanos". Los blancos siguen siendo blancos y americanos a secas, con alguna pequeña excepción. Algunos se van convirtiendo en "latinos", hermosa e imprecisa palabra que iguala a los "morenos" que hablan castellano con los descendientes de aztecas e incas y con los blanquísimos nietos de gallegos emigrados a Cuba y después a Miami. Mientras, los auténticos descendientes del Lacio, los nietos de Rómulo y Remo, no son latinos sino que se han convertido en "italoamericanos". Pero no pensemos que estas pequeñas incoherencias histórico-geográficas sólo afectan a los yanquis. Nos cuidaremos muy mucho de llamar magrebíes a los vecinos de Ceuta y Melilla siempre que sean blancos y cristianos, por mucho que geográficamente habiten en el Magreb; y en cuanto a los moros de Marbella, siempre han dispuesto del dinero suficiente para poder ser tratados de "árabes". Nuestra extrema corrección político-lingüística también nos lleva a que ahora apenas nombremos a los gitanos; es más bonito hablar de "minorías étnicas" en proceso de integración. Y justificamos el rechazo a que determinados niños acudan a un colegio con nuestros hijos atribuyéndolo a que proceden de "familias conflictivas", sin que alguna pequeña diferencia racial tenga nada que ver.
Una de las categorías culminantes del lenguaje políticamente correcto es utilizar un lenguaje pretendidamente no sexista. Hago constar que estoy totalmente de acuerdo con la pretensión de que el lenguaje no reproduzca las desigualdades por razón de sexo que deberíamos eliminar de la realidad práctica. Por ejemplo, reivindicando que mujer pública signifique lo mismo que hombre público, es decir, persona que tiene responsabilidades o trascendencia pública en su comunidad, sin sugerir la oprobiosa idea de que la única forma en que la mujer puede ser de utilidad pública es como objeto sexual. Pero a la vista del ímpetu con que hasta sectores políticos que trabajan poco por la igualdad real de hombres y mujeres han adoptado un supuesto lenguaje no sexista me temo que hay en todo esto más juegos florales que otra cosa. Con la pretensión de evitar el lenguaje sexista se nos está infiltrando una forma de hablar que es, en el mejor de los casos, horrenda y que, en el peor, denota desprecio o desconocimiento de las normas que hacen que un idioma sea algo coherente e inteligible y sigue escondiendo buenas dosis del sexismo supuestamente proscrito. Del lado de lo horrendo, la recurrente práctica de decir siempre "los trabajadores y las trabajadoras" o "compañeros y compañeras", tolerable como inicio de un discurso o como precisión, como el tradicional "señoras y señores", pero que se vuelve insufrible si aparece en una frase sí y en la siguiente también. O el escribir sistemáticamente "los/as trabajadores/as", "compañeros/as", etc., o peor todavía, "l@s trabajador@s" o "l@s compañer@s". En el lado de la ignorancia hay que anotar el habitual error de pensar que la lengua tiene sexo, es decir, que hay palabras de sexo masculino y palabras de sexo femenino (a lo mejor algunos piensan también que se reproducen copulando unas con otras). Los únicos que tienen sexo son los animales y las plantas (y ni siquiera todos). Este error quizás se debe a tener una visión excesivamente sexista de las cosas ("todo tiene sexo") tan peligrosa como el propio lenguaje sexista; a lo mejor los puestos de trabajo y los derechos también tienen sexo. Las palabras no tienen sexo, aunque en algunas lenguas, como el castellano, tengan género. Los géneros masculino y femenino no tienen una exacta relación de correspondencia con los sexos masculino y femenino. A veces sí que la diferencia de género identifica una diferencia de sexo (el padre y la madre, el gato y la gata), pero probablemente esta correlación se produce en la menor parte de los casos. Desde luego no se produce en la palabra "caracol", que es de género masculino y se refiere a un animal hermafrodita; ni en la palabra "hormiga", que es de género femenino y se puede referir tanto al macho como a la hembra. Por eso, puedo referirme a mí mismo empleando palabras de género femenino -soy una persona- y a una mujer empleando palabras del género masculino –es un ser humano- sin que por ello se dé un fenómeno de transexualidad. Puedo emplear dos expresiones sinónimas pero de distinto género (la humanidad, el género humano) para referirme a un mismo hecho sin que haya ningún matiz sexista por emplear una u otra. También puedo emplear palabras como manzano y manzana, sin que la diferencia de género implique una diferenciación sexual, sino la distinción entre la planta y su fruto; puedo decir cubo y cuba, o zapato y zapata, para referirme a cosas distintas que tampoco tienen nada que ver con diferencias sexuales. En fin, que ni la lengua ni las palabras tienen sexo. Por eso podemos emplear tranquilamente una expresión de género masculino (los ciudadanos) para referirnos a un grupo de personas de ambos sexos. Y ello porque el género masculino, según las normas del castellano, indica una mayor extensión que el femenino; "los padres" puede significar "padres y madres" y "las madres" no. Esto es absolutamente arbitrario, pero no necesariamente sexista; también es arbitraria la asignación de géneros a la mayoría de las palabras (por eso algunos extranjeros que aprenden castellano nunca acaban de saber cuando emplear cada uno de ellos); y si no, a ver como se justifica la diferencia entre jarra y jarro. Y, de nuevo, no tiene nada que ver con la diferenciación sexual. También es arbitrario llamar a la silla silla y no alpargata. La creencia de que toda palabra tiene sexo ha llevado en los últimos años a atribuir sexo masculino a palabras neutras para poder inventarle un equivalente femenino. A la vista de algunas de estas palabras –por desgracia, en algunos casos asumida por la Real Academia- la operación denota un profundo sexismo, la suposición de que cualquier vocablo que denote poder o superioridad jerárquica, o que tradicionalmente haya sido una actividad masculina, tiene género masculino. Ejemplos: para acompañar a presidente se ha creado presidenta, de juez ha derivado jueza y de concejal, concejala. Así que ahora hay que decir "jueces y juezas", o tal vez escribir "jueces/zas". ¿Quién dio por supuesto que presidente es masculino? Quizás alguien que cree que también lo es gerente, agente o excelente, palabras con la misma terminación. Que juez sea masculino y requiera el complemento de jueza es una idea de alguien que igualmente debe pensar que nuez es masculino, o quizás que forme el plural de "la nuez" diciendo "las nuezas". En cuanto a concejal, tuvo el mismo fundamento atribuirle género masculino como el suponérselo a principal y especial. La gente que ha inventado presidenta, jueza y concejala puede que forme frases como estas: "La presidenta y la gerenta son unas profesionalas excelentas"; "Cuando iba por la calle principala me paró una agenta de la policía municipala"; "He tenido una idea geniala". Y por el mismo vicio, probablemente utilicen la palabra "modisto" para referirse a un "modista" de sexo masculino (es decir, un señor que se dedica a la moda pero que no quiere ser confundido, Dios le libre, con las mujeres que practican el mismo oficio). Todavía no ha cundido la práctica de decir electricisto, socialisto, ciclisto o futbolisto, que nos llevará indefectiblemente a tener que decir, para no ser sexistas, "los socialistos y las socialistas", "los artistos y las artistas". Pero todo se andará.
La moda amenaza incluso los dibujos animados. Así, va a ser más difícil escuchar en el futuro el "ándale, ándale" que hizo popular a Speedy González, el ratón más rápido de todo México. El incansable roedor ha sido casi exterminado de las pantallas de la televisión estadounidense acusado de presentar una incorrecta imagen de los latinos. Speedy, su primo Lento Rodríguez y todos los ratones de la serie, son un estereotipo ofensivo para los mexicanos, ya que se les muestran como bebedores, perezosos y fiesteros. Lo curioso de todo esto es que varios grupos y publicaciones latinas quieren que el veloz colilargo vuelva a la televisión. ¿Su argumento? Speedy González es un ejemplo del éxito de los hispanos sobre el poder colonial de EE.UU., encarnado por el torpe gato Silvestre. Los Simpson también cayeron bajo sospecha. La políticamente incorrecta serie de Matt Groening despertó la ira de los brasileños por denigrar la imagen de Río de Janeiro en un capítulo en el que la familia de Homer viajaba a esta ciudad. En un especial con toda la historia del conejo Bugs Bunny, dejaron fuera algunos capítulos por considerarlos "racialmente insensibles" y contener "estereotipos denigrantes". En un episodio, realizado en los años '40, el “Conejo de la Suerte” trata a los esquimales de "babuinos" y tortura a japoneses, mientras que en otro se pinta la cara y gesticula aparatosamente imitando a un afroamericano. A pesar de que la decisión fue tildada de "victoriana" por los analistas, que atribuyeron las imágenes al humor de la pre-guerra, el daño estaba hecho. Más aún porque no era la primera vez que Bugs era puesto en tela de juicio. Durante años se criticó que ridiculizaba a los judíos o que poseía conductas poco definidas sexualmente. Algo parecido se había hecho con Tom y Jerry, serie en la que se reemplazó la característica voz de la criada negra y su "¡Tomá!" por un acento más neutro para evitar quejas. Sin duda, los personajes creados por Disney tienen uno de los prontuarios más largos en lo que a acusaciones de intolerancia se refiere. Uno de los casos más sonados fue el del largometraje Aladino, de 1989. La exitosa cinta abre con la canción Noches Árabes, que incluye la siguiente estrofa: "Oh, vengo de una tierra, un lugar lejano, donde vagan las caravanas de camellos. Donde te cortan las orejas si no les gusta tu cara. Eso es bárbaro, pero‚ ¡hey!, es la casa". Además, la película mostraba a todos los malos como personajes con barbas puntiagudas, acento entrecortado y bulbosas narices, mientras que los buenos hablaban perfecto inglés y tenían bellos rostros europeos. Ante lo que fue catalogado como una ofensa a la cultura islámica, cientos de árabes protestaron hasta que Disney se vio obligada a cambiar la letra de la canción en la versión para vídeo. Pero esta no es la única condena que ha caído sobre la casa del ratón Mickey. Su versión de Tarzán fue acusada de racista por no incluir negros a pesar de tener como escenario África y grupos homosexuales protestaron porque consideraban que Cruela de Vil era un estereotipo ofensivo de las lesbianas. De El Rey León se dijo que reproducía modelos monárquicos y daba a las malvadas hienas el vocabulario de latinos y negros, y la película Los Tres Cerditos tuvo que ser doblada de nuevo porque los personajes tenían un notorio acento judío. Los cómics tampoco se han liberado de la guillotina de lo políticamente correcto. Tintín, el aventurero personaje creado en 1929 por el belga Hergé, habría colaborado con los nazis, fomentado el racismo y la misoginia. A este paso, Caperucita Roja acabará siendo una “persona de corta edad que llevó una cesta con fruta fresca y agua mineral –alimento y bebida políticamente correctos- a casa de su abuela, pero no porque lo considerara una labor propia de mujeres, atención, sino porque ello representa un acto generoso que contribuía a afianzar la sensación de comunidad. Que encontraría el aviso de su madre de que no fuese por el bosque, al ser una niña pequeña, sexista y en extremo insultante. Que le diría a su abuela cosas como: “Abuela, te he traído algunas chucherías bajas en calorías y en sodio en reconocimiento a tu papel de sabia y generosa matriarca”. O que cuando el leñador acudiese en su ayuda hacha en mano -perdón, en este caso sería un operario de la industria maderera o un técnico en combustibles vegetales- Caperucita le recriminaría su actitud: “¡Se cree acaso que puede irrumpir aquí como un Neandertalense cualquiera y delegar su capacidad de reflexión en el arma que lleva consigo! ¡Sexista! ¡Racista! ¿Cómo se atreve a dar por hecho que las mujeres y los lobos no son capaces de resolver sus propias diferencias sin la ayuda de un hombre?”